Joseba Etxebarria
Tres noches en la cantera junto a los sin vida | India
Me encontraba en Maharashtra, estado situado en el área central occidental de La India. Unos días antes había dejado la ciudad de Mumbai, donde había convivido, en la calle y durante dos días, con cuatro menores en situación de exclusión. Había puesto el ojo, como casi siempre, en el sur del país, concretamente en la ciudad de Kanyakumari.
Pedaleando por una carretera en muy mal estado, coincidí con una familia que realizaba labores de reparación en el maltrecho asfalto. Varios eran menores de edad. Paré durante unos minutos con la idea de preguntarles si sabían de algún lugar en la zona, tranquilo, donde pudiera acampar esa noche. Me indicaron que había un pequeño camino, a la izquierda de la carretera y a unos dos o tres kilómetros, y que éste me llevaría a una gran cantera, que era de donde procedían los montones de piedras repartidos por un gran tramo de la carretera.
Allí pasaría tres difíciles días entre más de un centenar de almas sin vida, sin expresión en sus rostros y sin esperanza alguna.
Localicé el camino y un poco más adelante la cantera. La familia me había comentado que era un lugar tranquilo, lo que me hizo pensar que se trataba de una cantera sin servicio. Pero nada más lejos de la realidad...
Al llegar, coloqué a Maravilla a buen resguardo detrás de un muro natural de roca y comencé a caminar para localizar el mejor rincón que nos permitiera descansar unas horas durante la noche. Y lo localicé entre un mar de piedras, grandes rocas y polvo.
Con la tienda ya montada, no sin antes haber preparado bajo ella un colchón natural de pequeñas piedras con las que cubrir las puntiagudas rocas clavadas de forma natural en el suelo, escuché una voz que desde lo alto de una pequeña colina de roca blanca me hacía llegar un hombre que agitaba los brazos de un lado a otro.
-“Boommmmmm boommmm, nooooo”-, me decía sin dejar de cruzar los brazos en alto.
Al hacérsele imposible descender hasta donde yo me encontraba, decidí acercarme a él hasta donde las grandes rocas me lo permitían.
-“Boommmm boommmm”-, insistía el buen hombre a la par que me señalaba el camino por el que había entrado una hora antes.
No habrían pasado ni cinco minutos cuando dos hombres, en un considerable estado de nerviosismo, se presentaron por uno de los laterales.
-“Tienes que retirar de aquí tu tienda de campaña y la bicicleta, ahora mismo, porque en veinte minutos va a estallar una carga de dinamita que han colocado nuestros compañeros justo aquí al lado”-, me dijeron en un buen inglés con el inconfundible acento indio. Sin tiempo para pensar, y con la ayuda de ambos, desmontamos rápidamente la tienda de campaña. Allí quedaba el colchón de piedras que con tanto esmero había preparado.
Salimos al camino por el que había accedido y llegamos al cruce de la carretera principal, donde se encontraban más de una decena de trabajadores que esperaban la detonación. Desde allí presencié y grabé el momento del fuerte estallido. Hasta ese momento no fuí consciente de que aquellos hombres probablemente me habían salvado la vida. La detonación no solo cumplió con su objetivo, también arrancó una carcajada a cada uno de los hombres al verme saltar cuál rana huyendo de su depredador.
Una vez pasado el “mal trago”, el encargado de dar la orden de la detonación me invitó a pasar la noche en el barracón de los operarios “más cualificados” de la compañía. Una cena caliente y un catre de cuerda fueron más que suficientes para descansar como hacía mucho tiempo no lo hacía.
A la mañana siguiente, luego de escuchar el viaje que estaba realizando y de ver el resultado que hasta entonces éste había dado, me invitaron a acompañarles una segunda noche. Acepté la invitación después de haber visto, durante el atardecer del día anterior, al resto de trabajadores llegar a sus chabolas después de su eterna jornada de trabajo, por no decir de esclavitud. Se trataba de los "no cualificados". “Los otros”. Los "sin vida". Aquellos que acostumbran a llevarse la peor parte del trabajo más duro, ese que pisotea la dignidad humana. Familias enteras con la mirada perdida y envueltas en una gruesa capa de polvo blanco.
Aquella mañana, con la primera luz y el permiso del máximo responsable de la empresa, me subí a un viejo tractor en compañía de un chaval de no más de doce años. Khushi y su padre tenían como misión pasar el día conmigo para hacerme llegar a cada rincón de aquél cementerio en vida y ver el trabajo que desempeñaban, de sol a sol, “los otros”. Esto me sorprendió sobremanera porque éste tipo de empresas nunca permiten la entrada a sus instalaciones, y menos a un fotógrafo, humanitario, que viaja con un proyecto contra el incumplimiento de los Derechos Humanos. No permiten que alguien descubra las condiciones en las que la gente lleva a cabo sus labores diarias, más aún cuando muchos de ellos son menores de edad.
Nuevamente nos encontrábamos certificando los denigrantes trabajos a los que son sometidos millones de almas en el mundo. En muchos, muchísimos casos, menores en edad de ocupar su tiempo con juegos, en la escuela o simplemente dibujando sus sueños, algo que Maravilla y yo nos encargaríamos de recoger directamente de manos de algunos de ellos al anochecer, ya a su regreso de "la batalla".
Cámara de fotos y vídeo en mano, pasé dos días completos documentando lo que allí sucedía de sol a sol.
Durante los cortos descansos que el injusto calor obligaba a realizar a aquella gente, llegaba mi turno de ayuda en la carga de los grandes remolques que arrastraban los tractores.
La noche se echaba encima y decidí, antes de meterme al estómago una inmerecida cena caliente, compartir momentos con aquellos que por no haber llegado aún a la “edad idónea” para poder destrozarse manos y espalda cargando rocas, deambulaban por los alrededores de sus chabolas.
Ya de noche, y con las explotadas familias en sus “hogares”, continué con la ardua labor de comprobar el día a día de sus miserables vidas.
Allí, junto a ellos, quedó una parte importante de mí.
Se acercaba la Navidad en India, pero no para los "sin vida".
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La pobreza, sus consecuencias, son inimaginables. Es imposible asimilar lo que éstas suponen para quienes sufren la carencia absoluta de las cosas más elementales para el desarrollo de sus vidas, más aún si se trata de niños y niñas a quienes, claramente, no les corresponde crecer en esta situación. Si puedes y quieres apoyarnos, te estaremos muy agradecidos. ¡Ánimo con ello!
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