De Freetown a Liberia pasando por la humillación (parte 1) | Sierra Leona
- Joseba Etxebarria
- 13 ene 2019
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 7 mar
Eran las nueve y media de la mañana y me despedía de Ubaldino y otros amigos en las puertas del centro que dirige en Freetown.
Como suele suceder en estos casos, era momento de permitir que inmortalizaran el instante. De entregar y recibir abrazos. Había pasado unos días encerrado en una habitación trabajando y trabajando, y ahora tocaba regresar a la ruta…

Habían pasado tan solo unos minutos cuando, ya rumbo a la frontera de Liberia, realizo una parada en el centro de la capital para preguntar a un policía, sin llegar a bajarme de la bicicleta, la calle que debía tomar para salir del asfixiante amasijo de gente en el que me encontraba. Debía seguir la dirección a Masaka. Éste y su compañero me indicaron clara y amablemente por dónde debía seguir, así que continúe con el renovado pedaleo entre la alborotada melodía que componen las motos, coches y gargantas de los viandantes en esa ciudad.
No había pedaleado ni trescientos metros cuando me adelanta una moto con dos individuos de paisano. Estos frenan en seco obligándome a hacer lo mismo. Uno de ellos me enseña, medio a escondidas, su carné de policía y me indica que debo acompañarle a la comisaría que hay a nuestras espaldas.
Estamos en una pequeña rotonda con una torre en el centro que muestra cuatro grandes relojes.
Le pregunto al policía el motivo de la “invitación”, a la vez que le informo de que hace unos días, el mismo que llegué a la ciudad, me hicieron un primer registro e interrogatorio. El espigado oficial me deja claro que tengo que someterme a un nuevo chequeo e interrogatorio para satisfacer a su “boss”.
Treinta segundos fueron suficientes para verme rodeado de cerca de ochenta personas, entre las que se encontraban varios policías más que habían llegado desde la comisaría a la que nos debíamos dirigir. Uno de ellos, el único que pude ver fuertemente armado, se descolgó del hombro su arma con intención de amedrentarme. Otros me empujaban, entre los civiles gritos de -exigirle que os enseñe los documentos-, dirección a la comisaría donde me esperaba toda una comitiva en la puerta. A ninguno de ellos le había hecho falta pagar entrada para disfrutar de los minutos de literal e injustificado acoso al que fui sometido en plena calle.
En la parte baja de las escaleras que daban paso a la recepción de la comisaría, se presentan varios oficiales. Uno de ellos me invita, ya en el mostrador, a conocer al “estrellado”.
-Es el boss-, le escucho decir a uno de los policías que me habían arrastrado hasta la comisaría.
Con cara de pocos amigos y sin haberme solicitado nadie aún el pasaporte, me “invita” a subir las escaleras hasta su despacho; un espacio oscuro donde satisfacer sus deseos. Estaba claro que quería hacerlo fuera del alcance de la vista de los civiles que en la planta baja se encontraban. Típica forma de trabajar de los corruptos, siempre violentos y arrogantes policías en cualquier parte del mundo.
Delante el “boss” y varios oficiales. Detrás mío seis policías empujándome escaleras arriba al ritmo de un constante -don’t touch me!-.
Ya en el despacho, después de pedirle una explicación sobre este nuevo “secuestro”, recibo, con ambas manos, un fuerte golpe en el pecho que me desplaza varios centímetros hacia atrás.
-Es el boss y puede hacerlo-, me responde uno de los policías a mi pregunta –¿por qué?-.
Somos más de quince personas dentro del habitáculo y entro en un claro estado de ansiedad que me acompañará durante varios días.
Tras solicitar una nueva explicación, ya sin el pasaporte, recibo varios golpes y soy literalmente arrastrado a la planta baja de la comisaría, al recibidor, que es donde se encuentra Libertad. Veo como mi compañera está siendo, sin permiso, “toquiteada” por varios policías.
Allí, arrodillado en el suelo y ante la atenta mirada y burlas de algunos de los más de veinte policías que me acompañan, me someto a un minucioso registro de todo el equipaje. Estoy sudado y sin defensa humana y legal alguna, lo que hace que aumente mi estado de ansiedad. Estoy seriamente agobiado. Llega el momento del ordenador y sus dos memorias externas.
-Hay que examinar ese ordenador porque ahí tiene documentos-, escucho cómo le dice un oficial a otro, ambos encargados del registro.
Les explico nuevamente el motivo de mi visita a su país y les aclaro que ahí no tengo mas que fotografías, vídeos y apuntes sobre el diario, además de los datos personales y localización de las personas con las que convivo durante el viaje, pero no les sirve y me exigen abrir el ordenador.
-No tengo ningún problema en mostrar lo que hay dentro, pero no lo voy a hacer si no hay presente, por mi seguridad, una persona legal del consulado español. Conozco bien mis derechos y sé que éste es sencillo de respetar-, zanjo con los oficiales.
Han revisado todo mi equipaje, incluidos los botes de protección solar que me regaló me amiga Belén en Marbella, y continúo “en mis trece” de no abrir mi ordenador hasta que llegue alguien del consulado a la comisaría (el cónsul español es libanés, ¡manda narices!).
Una hora más tarde, Libertad y yo nos dirigimos, cual Papa en su “papamovil”, montados en la parte trasera de una “pick up” y escoltados por dos soldados armados, hacia la comisaría central de Freetown. Me dicen que allí se va a efectuar el registro a mi ordenador por el C.I.D.: departamento especializado en este tipo de trabajos.
Llegamos a la comisaría central donde, siete días atrás, había sido sometido a un primer registro e interrogatorio por parte de los de criminología.
-Ya te dije que tu bicicleta te iba a traer problemas-, me dice uno de los oficiales sin haberme llegado a bajar aún del “papamóvil”.
Parte de los oficiales que allí se encuentran me saludan como si nos conociéramos de toda la vida. Y no es para menos después de aquellas interminables cuatro horas de “racista interrogatorio”. RACISTA con mayúsculas.
En la planta alta de la comisaría central, el boss de ésta me recibe en su ya conocido despacho.
Su nombre es Samuel Kargbo (D/ Supt. de C.I.D.). Tranquilo, demasiado, escucha mis palabras:
–Este es el segundo interrogatorio y registro al que he sido sometido en siete días y creo que ya es demasiado. Soy la misma persona, con los mismos motivos de visita a tu país y mi bicicleta carga exactamente lo mismo que hace una semana. No voy a abrir mi ordenador si no está presenta una persona de mi consulado que haga de traductor y supervise el control. Es por mi seguridad e integridad física, después de lo que he vivido en la otra comisaría-, zanjo.
–¿Conoces a alguien en la ciudad que hable español?-, me pregunta uno de los oficiales ya fuera del climatizado despacho del boss.
-Sí, pero no es una persona legal y su presencia no tiene sentido. Quiero que el consulado español tenga constancia de esto, e insisto, tengo bien estudiados mis derechos-, le respondo.
-En Sierra Leona no existen los Derechos-, me regala Abdul Koroma, uno de los oficiales.
Minutos después, Ubaldino hace de traductor en uno de los despachos. En ese momento me hacen saber que el motivo de la detención no es otro que una posible pertenencia al grupo terrorista AL SABAB, uno de los brazos de AL QAEDA que desde hace un tiempo opera en Sierra Leona agrupando hombres para después combatir con los “rebeldes” en Somalia (está de moda utilizar con demasiada libertad y poca justificación la palabra rebelde).
Ubaldino me comenta que se va a personar en el consulado español para informarles sobre mi detención.
Mi buen amigo José Luis Garayoa, misionero español con el que conviví durante siete días en su misión, me llama por teléfono al conocer mi nueva situación en Freetown. Todo esto sucedía a última hora de la mañana.
Habían pasado horas desde que el oficial motorizado me “invitara” a satisfacer a su “boss” en la primera comisaría y las cosas se encontraban igual en la comisaría central. Nada había cambiado, nadie decía nada, tan solo las constantes burlas de algunos oficiales amagando cortes con tijera en mi pasaporte.
A las doce y media del mediodía, sin ninguna explicación, un oficial me dice que me puedo marchar pero que debo regresar mañana a las diez de la mañana para recoger el escrito oficial que solicité al segundo al mando; un escrito que deje constancia de un claro permiso para pedalear por el país y explique el motivo de mi visita a Sierra Leona, ya que estoy convencido de que, antes o después, similares problemas volverán a formar parte de las noticias de octubre en esta web.
Mi intuición no iba muy desencaminada. Esto era tan sólo el entrante de una agónica comilona de despropósitos policiales, gubernamentales en Sierra Leona.
Aún me quedaban seiscientos kilómetros de pedaleo hasta la frontera de Liberia…


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