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De Freetown a Liberia pasando por la humillación (parte 2) | Sierra Leona

Foto del escritor: Joseba EtxebarriaJoseba Etxebarria



Y conseguí entrar en Liberia, sí, pero para ello tuve que sufrir la humillación de otros.


Tenía pensado salir del centro de Ubaldino a primera hora de la mañana, pero decidí retrasar la salida y dar prioridad a escribir, en las noticias del blog, lo que había sucedido en mi primer intento de abandonar Freetown ya con el visado de Liberia en mi pasaporte. Había dado mi palabra al “boss” y a varios oficiales que haría saber al mundo los métodos que utiliza la policía en esta ciudad, y no podía fallar. En medio del breve escrito me avisan que una persona del consulado español me esperaba en la sala, al final del largo pasillo. Mr. Arnold, como él mismo se presenta, me esperaba sentado en uno de los sofás. En otro estaba Tomas, un misionero indio del centro. Arnold, un sierraleonés de la ciudad de Bo, se presentaba como representante del consulado español en un perfecto inglés. No hablaba ni “papa” de español, lo que me sorprendió bastante.


-Hoy no me hacéis falta-, le intenté dejar claro. -Fue ayer cuando os necesité, no hoy-, zanjé con ciertas dosis de rabia en el cuerpo.


-Cuando entraste en Sierra Leona tenías que habernos llamado para informarnos que estabas en el país-, fue su respuesta. Minutos después me entregó un papel de no más de ocho centímetros, cortado y escrito a mano, donde me había apuntado dos teléfonos a los que debía llamar en caso de un nuevo problema en el país…


Era algo más de media mañana cuando quise despedirme, por segunda vez en dos días, de aquellos que me habían tendido la mano durante toda la semana, pero la gente allí madruga bastante y en ese momento estaban descansando, así que, haciendo el mínimo ruido, abandoné el centro y puse rumbo a la comisaría central para recoger el escrito que había pedido la víspera a Samuel Kargbo (D/ Supt. de C.I.D.); el “boss”.


Llegué a las dependencias, pero me había retrasado en la hora pactada. Los despachos de los oficiales estaban cerrados, pero no el de Samuel Kargbo. Toqué en la puerta y su vaga voz me dio permiso para entrar.


-Buenos días-, le dediqué con respeto pero sin ninguna gana. -Vengo a recoger el escrito que os solicité ayer-, le dije dando paso a su respuesta.


-No lo han preparado y no lo puedo firmar. La gente ha salido a comer y yo no lo voy a escribir-, me dejó claro.


-¿Y no puedes escribirlo a mano? Es muy importante que lleve ese escrito encima. Es lo mínimo que podéis hacer después de lo que sucedió ayer-, le respondí a sabiendas de cómo se las gastan algunos caraduras en esa comisaría. Y segundos después salía de su despacho cerrando la puerta, pero no sin antes ver cómo volvía a tumbarse en el sofá después de entregarme un papel en el que había escrito su nombre, cargo y número de teléfono que, por desgracia, usaría en varias ocasiones en la ruta hacia Liberia.


Me había quedado claro que la policía en Sierra Leona está en alerta máxima y que cualquier “intruso” con un tono de piel más claro que el de ellos puede inventarse terrorista en décimas de segundo, así que decidí empujar a mi compañera por las calles menos transitadas, aquellas donde los sabuesos policías no buscaran víctimas de coste cero o simplemente no se atrevieran a entrar. La idea fue buena en lo que a un nuevo “secuestro” se refiere, pero la turné me retrasó considerablemente la salida de la capital. Complicado para un blanquito moverse con semejante bicicleta por las estrechas callejuelas de una ciudad plagada de negros. Siempre eres visto.


Y por fin lo conseguí. Casi tres horas y media más tarde salía de aquella maldita ciudad sin más interrogatorios que escribir, pero sí con unas cuantas breves entrevistas callejeras sin responder.


Libertad seguía cargando con todo el material necesario para sacar adelante este proyecto, ni un gramo más en ese sentido, pero yo le endosé una buena “kilada” extra. Me había echado encima, sin pretenderlo, un amasijo de rabia, incertidumbre y desconfianza que sabía me acompañaría unos cuantos kilómetros en ruta. Tenía que encontrar la fórmula para sustituir esos innecesarios kilos por animados gramos de esperanza. Complicada tarea cuando tu medio de transporte es una bicicleta y tienes casi seiscientos kilómetros por delante hasta el soñado siguiente respiro.


Sabía que mi compañera había enfermado seriamente en los duros días de “pedaleo” por los caminos del noreste del país. Aquellas empedradas pendientes, los ríos, charcos y pastizales que cubrían mis rodillas, habían deteriorado algunas piezas. Los ruidos en la parte trasera de Libertad me lo dejaban claro y pocos kilómetros antes de entrar en Waterloo, mi infatigable amiga se venía abajo en el peor momento. Aún estábamos dentro del área de Freetown. Parado a un lado de la carretera y con la desesperación como bandera, comenzaba a pensar que la vida me quería dejar claro algo desde hacía días.


-¿Qué estoy haciendo mal?-, le grité cabeza en alto.


A mi derecha, como casi siempre en este país, un grupo de jóvenes culos bien plantados en la tierra cual girasol en su huerta, se frotaban los oídos después del escuchar mi reproche al cielo. Tuve la sensación de que los siete eran conscientes de que no serían bien recibidos, al menos los primeros segundos, si se acercaban. Fue la primera vez que agradecí, por su bien, la impasibilidad de alguien en ese país.


-¿Tienes algún problema?-. Un policía con traje de camuflaje me preguntaba aún desde el asiento de su moto.


-Big problem, friend-, le respondí a la vez que intentaba aguantar la salida del corazón por la boca. -No más policía por favor-, suplicaba por lo bajines a no sé quién o qué.


-Mi bicicleta se ha roto y no puedo pedalear-, le dije rápidamente para no ceder demasiado tiempo a sus policiales neuronas.


-Voy al pueblo y regreso con un mecánico-, me respondió. Y se fue como alma que lleva el diablo.


Mi abatimiento mental da una tregua, sí, pero por poco tiempo...


No habían pasado cinco minutos cuando veo acercarse, desde el otro lado de la carretera, a otro policía. Este llegaba caminando y con un arma colgada de su hombro.


-Tienes que acompañarme a la comisaría para hacerte un interrogatorio-, me dijo sin más, sin llegar a pedirme el pasaporte.


-Me han interrogado ya tres veces en Freetown y me han revisado de arriba a abajo también. Todo está en regla. Por favor, mi bicicleta se ha roto y tengo un gran problema-, le respondí con cierto nerviosismo por lo que suponía se me venía encima. Y le ofrecí el papel con el teléfono que Samuel Kargbo me había entregado hacía unas horas. Pero de nada sirvió.


El policía y yo estábamos inmersos en un subido de tono tira y afloja. Él visiblemente cabreado porque no me ponía en movimiento y yo asqueado por sus reiteradas estupideces, pero en ese momento, en pleno rifi rafe, llegaba Francis en compañía del mecánico. El cuadriculado policía armado le saluda al instante.


-Este hombre tiene un grave problema y le vamos a ayudar. Es alguien que viene a ayudar y sé que tiene todo en regla-, le deja claro el sargento mientras le ordena que regrese a la comisaría.


-Te espero en el primer cruce de carreteras que hay nada más pasar el puente-, me dice Francis.


Llevaba más de media hora esperando y el solidario policía no aparecía por el cruce. A mi alrededor un montón de jóvenes sentados en sus moto-taxis querían saber el por qué de mi larga parada. Los viandantes, como siempre, me clavaban sus miradas en la frente y en la nuca. La angustia apenas me permitía levantar la mirada del suelo y la experiencia me obligaba a guardar silencio. Me encontraba en un punto estratégico y cabía la posibilidad de que alguien me arrastrara a la comisaría. Y así fue. Francis no apareció pero sí lo hizo el otro policía, el que había fracasado en su primer intento una hora antes. Nuevamente me veía en una comisaría.

-Por favor, llama a este hombre y él te informará de todo. Para eso me dio este papel con su teléfono-, le dije al sargento que tenía mi pasaporte en la mano y me había preguntado si mi nacionalidad era coreana. Minutos después me dejaba “libre”. Había hablado no sé qué con Samuel Kargbo. Segundos más tarde, aún fuera de las dependencias policiales, Francis me toca la espalda y me tiende la mano.


-Te estaba esperando en el cruce-, me dice mientras me abrazo a él ante la atenta mirada de algunos de sus compañeros.


-Gracias por aparecer, amigo mío. Estoy roto-, le repetía mientras caminábamos hacia el “taller” de su amigo el mecánico.


Joseph nos esperaba con el martillo en la mano, listo para operar a mi compañera. Una de las arandelas de los rodamientos traseros se había desgastado completamente y tuvo que ingeniárselas para fabricar otra. Y vaya que sí lo hizo, aunque esta durara lo que una gominola a la puerta de cualquier escuela del país. Pude volver a montarme en mi bicicleta y pedalear como un loco y eso era más que suficiente por el momento…


Gracias amigos
Francis y Joseph después de solucionar los problemas de Libertad

Los días pasaban porque tenían que pasar. Yo hablaba lo justo, solo al atardecer y porque tenía que solicitar permiso para acampar dentro de las escuelas y librarme así de las insistentes trombas de agua nocturnas. Mi sonrisa se había transformado en gestos de desconfianza y la ilusión en rabia. Solo tenía una idea clara en la cabeza: salir del país a cualquier precio. Pero aún seguía quedando un largo trecho hasta la frontera de Liberia.


Waterloo, Masiaka, Yonibana, Bo, Blama y Kenema. Siete días con mi cámara de fotos prácticamente apagada y con pocas intenciones de escuchar a nadie más en ese país. Si en unos sitios animaban, en otros seguían fastidiando. Y a duras penas llegamos a Joru. Habíamos entrado, por segunda vez en el país, en una intratable pista enfangada donde unos pocos kamikazes vehículos pesados, en su afán por alcanzar la “primermundista” carretera del país vecino, quedaban atrapados durante horas. En algún caso hasta día y medio.


En ruta por Sierra Leona
Uno de los kamikazes en las intransitables pistas de Sierra Leona

Tocó sudar para llegar a la frontera de Liberia
Luchando contra el barro y las pendientes en Sierra Leona

Dura y maravillosa Sierra Leona
La tranquilidad como compañera durante los últimos días en el norte de Sierra Leona

Se estaba cociendo, a fuego lento, el motivo real de este escrito. Podía olerlo.


Y llegamos a no sé dónde. Allí me esperaban media docena de asquerosos. Unos disfrazados con trajes que suponen justicia, otros con ropas civiles. Todas ellas, a buen seguro, lavadas por sus mujeres o hijas. Estos se las ingeniaron para hacerme revivir lo sucedido en mi infancia y adolescencia junto a José Luis Castresana; mi malnacido padrino.


-¿Where you come from?-, me pregunta en la barrera un disfrazado sin chapa identificativa en el pecho.


-Today from Joru, but I come from Spain-, le respondo aún con mi compañera entre las piernas.


-¿Qué llevas ahí dentro?-, me pregunta después de invitarme a acompañarle.


Fuera de la especie de comisaría que hay a la izquierda veo a dos policías de mediana edad jugando a las damas en un gran tablero que sujetan con las piernas. Otro, este muy joven y de paisano, sale al escucharnos. Él es quien comienza el vacile que no cesará hasta verme desaparecer, en la noche, caminando por la pista de barro con el dedo corazón en alto. En Sierra Leona es muy común ver a muchísimos hombres y casi todos los adolescentes con cola entre las piernas, rascándose aburridos la panza, por no decir los huevos. Y estos eran de esos. A su territorio, ahí donde pueden hacer y deshacer quedando siempre impunes, les acababa de llegar carne fresca aún poco tostada por el sol y con los artilugios necesarios para pasar un buen rato. El resto, la escusa perfecta para inmovilizarme el tiempo que les diese la gana, la había colgado en los corchos de todas las comisarías del país, hacía ya tiempo, su temeroso presidente, este que necesita de una escolta de veintisiete coches para moverse por carretera en su propio país.


-Te vamos a hacer un interrogatorio además de un chequeo en tu bicicleta-, me aclara como si no lo hubiera visto venir ya.


No es la primera vez que en este país, en pleno chequeo, les aviso a los policías que por mi seguridad y las horas que me retrasan, pasaré la noche en su compañía. A estos no les hizo demasiada gracia y como castigo me obligan a meter todo el material en la comisaría. Pretenden que quede fuera de la vista de cualquier vehículo o persona que por allí pudiera pasar mientras dura el interrogatorio. Me niego a que se lleve a cabo en el interior después de lo sucedido en Freetown y el más joven, al que unas horas después le haría saber lo que le sucedería en caso de volver a ponerme la mano encima, hace volar literalmente las dos primeras alforjas a los pies de la pareja que juega a las damas en el “porche”. Aunque este toque me deja claro lo que va a venirme encima, no imaginaba que pudiera llegar a tal magnitud.


-¿Cuál es tu misión aquí? ¿Por qué estás en Sierra Leona?, me pregunta, ya con la partida de damas finalizada, el que lleva tres líneas blancas bordadas en forma de “V” en sus hombros, junto a las siglas S.L.P.


-Soy fotógrafo y viajo por el mundo con un proyecto personal que lucha por los Derechos de los niños-, le respondo como siempre he hecho desde que salí de Vitoria-Gasteiz.


El resto de preguntas son las de siempre: -¿Cómo ayudas a los niños? ¿Puedes demostrarlo de alguna manera? ¿A dónde te diriges? ¿Cuánto tiempo llevas en Sierra Leona y cuánto más te vas a quedar? ¿Estás casado? ¿Tienes hijos? ¿Cuál es tu religión?- Unas con sentido y otras que no vienen a cuento. Debo reconocer que las últimas, en estos casos, nunca las he respondido.


Uno de los tres liberianos que se habían quedado atrapados con el camión varios kilómetros atrás y que me habían comentado que en su país el tema Al Sabab no se escucha, entra en la comisaría solicitando ayuda para sacar el vehículo del barrizal donde se había metido. Antes me saluda y estrecha la mano. Al policía que le responde le entiendo que se tiene que buscar la vida pagando a alguien para que palee el barro que atrapa las ruedas si no lo quieren hacer ellos mismos.


-Esto es eficacia y lo demás es tontería-, digo en español para que solo lo entienda Libertad.


Y llega el momento en que éste, el de los signos en forma de “V”, ordena a los demás que metan mis alforjas en el cuarto que hay al fondo. A mi me pide que les acompañe empujando a mi compañera. Les aviso que no pueden tocar nada sin mi permiso y que de hacerlo grabaría en vídeo, por si acaso, el movimiento de sus manos. Me empujan hasta la puerta de la habitación. Dentro hay una moto, una mesa, una silla y una vieja bicicleta hecha añicos. Allí sucedió todo.


Habían pasado tres horas desde la parada en la barrera. Se había echado la noche y la cosa no pintaba bien. No había prisa para ellos ya que debían permanecer en la comisaría hasta la mañana. Me habían revisado hasta la jabonera que llevaba uno de los jabones que José Luis me había regalado semanas antes. No se les escapó nada. No encontraron nada y eso no les gustó, suponía. De los seis policías, cinco estaban dentro del cuarto sin luz. Una linterna china colocada de pie sobre la mesa alumbraba el techo, convirtiendo el interrogatorio en algo realmente siniestro, como si de una escena de Alex de la Iglesia se tratara.


-!Desnúdate¡-, me pareció entender al más gracioso. Al joven.


-Que te quites la ropa. Tenemos que registrarte-, le entendí perfectamente.


-Me habéis tocado todo el cuerpo y por lo que veo os ha gustado, hijos de puta-, les dije en alto, en español porque no sabía decírselo al completo en inglés, y desde lo más profundo de mi estómago.


Nunca he tenido reparo a la hora de desnudarme delante de otra persona, pero estos eran casi hombres y sus intenciones no eran las mejores, entendía. Así que me quité la ropa ante la atenta mirada de los seis cabrones que se habían apoltronado en sus sillas sin haber llegado a pasar antes por taquilla. Mientras me despojaba de la ropa ideaba regalarles una escena plagada de sarcasmo, pero me contuve. Ya sin ropa me pidieron que diera una vuelta sobre mí mismo y me agachara.


-jajaja, you’re crazy!-, le dije al único que mostraba su rango.


-Como os he dicho antes, no soy periodista y tampoco trabajo para ningún periódico, simplemente soy un fotógrafo, pero os aseguro que si es necesario puedo ser peor que cualquiera de ellos. Yo no estoy sujeto a nada ni a nadie-, les repetí.


El joven, el chulo, el aún no hecho, el que se cree que porque tenga un carné de policía es más que aquél que recoge el arroz que él mismo come después, se levantó de la silla, se colocó a mi lado, se agachó rápidamente y apagó su cigarro en el empeine de mi pie derecho con la intención de verme doblegado. Y lo consiguió, claro que sí. Filtré el dolor durante unos segundos, los suficientes para ponerme de nuevo de pie y decirle al oído: -como me vuelvas a tocar te mato-. Se lo dije en un perfecto español, pero lo entendió como si se lo hubieran traducido instantáneamente al krio. Éste se volvió a sentar por orden de otro. Yo le miré al sargento a los ojos, me di la vuelta, cogí mi ropa de la mesa que estaba a mis espaldas y desnudo salí de la habitación sin llegar a escuchar la respiración de ninguno de los seis. Uno, el último en entrar a la habitación, salió conmigo e intentó pedirme disculpas. Ni le miré. No respondí. Me vestí y pinché la pronta ampolla que se había formado en mi empeine. Volví a entrar en la habitación, saqué a Libertad, las alforjas, las coloqué y salí de la comisaría cojeando, sin decir una palabra, pero con mi pasaporte en la mano y el dedo corazón en alto. Les intuía detrás mío…


Era de noche. Más de noche que en cualquier otra parte del mundo, pero quería salir de allí dejando atrás un reguero de desprecio. Solo quería montar mi tienda no sabía dónde.


Recuerdo que aquella noche por suerte no llovió. Tampoco dormí. La pasé pensando en la forma de volver a convencerme que aquella gente merecía que continuara intentando hacer algo por ellos.


Días después, apagado, entré en Liberia sin haber encontrado aún la fórmula que me diera como resultado un día más de lucha en aquél continente.



En ruta por Sierra Leona rumbo a Liberia
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